Ahí va. Con su rostro arrebolado por la tibia luz de su incipiente adultez. En la mano derecha porta su maleta gigante, con todos sus bártulos y una montaña de ilusión, que parece pesarle e insuflarle energía al mismo tiempo. En la cabeza se ha puesto un gorro negro de felpa que le confiere una aire entre medieval y bohemio.
Y es que casi parece un personaje extraido del Medievo, pero ésa era la peculiaridad que con tanto tesón perseguía para poder distinguirse y realzar una personalidad que, recién salida de la adolescencia, no se había acabado de perfilar. Para camuflar esta carencia y se le pueda tomar en serio ante posibles miradas adultas, intenta disolver cualquier traza de candidez forzando en el semblante una cierta adustez que no existe. Pero a ninguna de esas miradas le hará falta mucha introspección para desvelar lo postizo que resulta este gesto: sólo con dejar caer la vista sobre sus ojos chispeantes y percibirlas como dos vasijas vacías ansiosas de llenarse de experiencias. De momento únicamente contienen ilusión e ideas preconcebidas que el tiempo se encargaría de ir desterrando. Asimismo, un cuerpo enjuto y de miembros famélicos transmiten la impresión de que este pequeño artista se alimenta de idealismo, a modo de un Quijote a punto de iniciar sus andanzas sin un Sancho Panza que lo guíe.
El entusiasmo lo empujó a instalarse en un primer impulso en una esquina de las calles más concurridas de la Gran Ciudad. No obstante, al aproximarse a la zona le invadió un pánico casi escénico que le electrizó la piel. Como un torero novel arrojado al ruedo, indefenso con su capote. Aunque ya se imaginaba a sí mismo colocándose el mundo por montera, el valor se le deshizo cuando vio la dura competencia que le aguardaba. Por su campo visual desfilaban toda clase de figuras de todas las edades que bregaban por hacerse hueco en la memoria colectiva. Lo más duro fue constatar que junto a él había personas con la misma ilusión o más fuerte que la suya, y se dio cuenta de que no era el único requisito para triunfar. Muchos de ellos contaban con una habilidad palpablemente superiores a la suya y un carisma brillante que, en su caso, sospechaba que el temor escénico podría apagarlo o atenuarlo hasta lo anecdótico. Intuyó también que muchos de ellos atesorarían vidas más interesantes que la suya, con muchos más méritos para inscribirse con letras de oro en el libro de la inmortalidad.
Conforme iba inspeccionando el terreno sobre el que había de pisar firmamente, sus pasos tornábanse más frágiles. Se sentía cada vez más insignificante con aquella gorra medieval con la que ya pretendía captar la atención de transeúntes y ir lanzado al estrellato. Y se sentía absurdo sólo por habérsele asomado esta ocurrencia tan ridícula en la mente. Las cuencas de sus ojos se llenaron esta vez de decepción y ya no le importó que en su semblante se plasmase la inseguridad e ingenuidad que otrora se esforzara en ocultar con denuencia.
Con el rabo entre las piernas, el pequeño mago se retiró a una calle más discreta. Cogió aire hondo, se quitó el gorro y se sacudió el cabello. Y con la sacudida también cayó el orgullo. Comprendió que cuando se ha de empezar, ha de ser por el principio. Y que no es mejor que nadie. La vida había hecho un truco de humildad con aquel pequeño mago que quería empezar a lucir sus trucos en la calle.
Llorenç Garcia